Ya he contado en una entrada anterior sobre la época en que me mudé a San Martín de los Andes, en Neuquén. Tenía nueve años, no conocía a nadie allí, y las vivencias de los chicos del lugar eran tan distintas de las mías, que venía de Capital, que bien podríamos haber estado hablando en idiomas diferentes.
Pasaba muchas horas en soledad añorando a los amigos que había dejado atrás, e imaginando que estos nuevos chicos me hacian un lugar en sus vidas. Claro que el poder del deseo no siempre alcanza para corregir la realidad... ¿o sí? Instintivamente, mi mente comenzó a pensar en términos que hoy me son muy familiares: empecé a tejer historias de ficción, en las cuales esos niños y yo éramos grandes amigos y corríamos toda clase de complejas y excitantes aventuras juntos. Lo que no sucedía en la realidad, lo hacía vivir en mi fantasía.
Un día, realmente no recuerdo por qué, tuve el impulso de contarle a alguien estas historias fantásticas; no me detuve a pensar que ese hábito un tanto "extravagante" podía perjudicarme aun más, socialmente hablando. Sin embargo, sucedió lo contrario. El chico al que le había contado mi historia, me llevó con el resto del grupo, y dijo: "tienen que escuchar lo que se le ocurrió a Marcelo". Todos me miraron. Sentí el aire seco del Sur sobre la piel, el Sol pleno sobre mi cara ya de por sí enrojecida, y evalué la posibilidad de salir corriendo. Pero otro instinto se apoderó de mí. Comencé a relatarles mis ocurrencias fantásticas, echando mano de las pocas armas de transmisión oral que conocía; y los tuve conmigo durante una hora, contándoles enreveradas aventuras espacialas de las cuáles ellos mismos eran protagonistas, transportándolos a un mundo donde dejaban de ser niños comunes ellos también, para poder ser pilotos de starfighters, cazadores de extraterrestres, defensores de la tierra. Durante una hora, gracias al poder de la imaginación, dejé de ser un outsider, para convertirme en el relator de la tribu, alguien con poderes especiales.
Un día, realmente no recuerdo por qué, tuve el impulso de contarle a alguien estas historias fantásticas; no me detuve a pensar que ese hábito un tanto "extravagante" podía perjudicarme aun más, socialmente hablando. Sin embargo, sucedió lo contrario. El chico al que le había contado mi historia, me llevó con el resto del grupo, y dijo: "tienen que escuchar lo que se le ocurrió a Marcelo". Todos me miraron. Sentí el aire seco del Sur sobre la piel, el Sol pleno sobre mi cara ya de por sí enrojecida, y evalué la posibilidad de salir corriendo. Pero otro instinto se apoderó de mí. Comencé a relatarles mis ocurrencias fantásticas, echando mano de las pocas armas de transmisión oral que conocía; y los tuve conmigo durante una hora, contándoles enreveradas aventuras espacialas de las cuáles ellos mismos eran protagonistas, transportándolos a un mundo donde dejaban de ser niños comunes ellos también, para poder ser pilotos de starfighters, cazadores de extraterrestres, defensores de la tierra. Durante una hora, gracias al poder de la imaginación, dejé de ser un outsider, para convertirme en el relator de la tribu, alguien con poderes especiales.
Duró solo 60 minutos, pero lo que sentí en aquel momento me acompaña hasta hoy. Es parte de mi ADN de narrador de cuentos.
2 comentarios:
Que lindo post, marce, me encantó.
Gracias Jess! True story.
Publicar un comentario