De chico tenía mi imaginación. Como todos los niños. Esa capacidad de dotar de vida a muñecos y figuras de cartón, de proyectar los escenarios que habitaban la mente. Los comics me alentaban: los de bolsillo de Superman y Batman, Flash, Linterna Verde; esas extrañas revistas rectangulares de Patoruzú y Patoruzito, que me leía mi abuelo a la luz del velador de su escritorio, recién llegado del trabajo; Bugs Bunny, los Muppets, El Hombre Nuclear, Viaje a las Estrellas. Nada demasiado especial.
Como todos los niños, dibujaba lo que interpretaba del mundo, escribía alguna que otra pequeña historia en base a cuentos escuchados. Todos lo hacemos. Hasta que la mayoría de nosotros no lo hacemos más. Más tarde o más temprano, algo cambia dentro de nosotros, la relación con el mundo que nos rodea, seguramente, y nuestra atención se ve atraída por otras cosas. Maduramos. Para bien y para mal.
A veces, algunas personas tienen la suerte de no madurar tanto. O madurar distinto, conservando algunos de esos instintos que son tan naturales de la primera infancia. Creo que los artistas en general tienen esa suerte.
Para que esto suceda, son necesarios ciertos momentos que podríamos llamar de "iluminación". Son como flashes que fijan ciertas cosas en nosotros, para que ya no podamos perderlas nunca.
Personalmente, el primero de estos momentos me llegó cuando me regalaron mi primer Astérix (si no recuerdo mal, Astérix el Galo, o Astérix y los Godos). Las aventuras del pequeño galo y su pequeña aldea que resiste, siempre resiste al enemigo, pergueñadas por Goscinny y dibujadas por Uderzo, produjeron un chasquido dentro mío. Astérix y los suyos corrían increíbles aventuras, mezclándose con la Historia, poniéndola en términos lúdicos; y además, el espíritu rebelde que encarna, libertario pero no político, la lucha contra el más poderoso, siempre con una sonrisa... Sin duda era algo que le hacía cosquillas a uno en el cuerpo y la mente. Daban ganas de tomarse un trago de poción mágica y emprender a mamporros contra tanto compañerito insoportable, tanta maestra aburrida, tanta tensión pre-dictadura...
El segundo momento llegó ya en pleno gobierno militar, lo que de alguna forma fue simbólico, aunque no creo que George Lucas tuviera a Argentina en mente (¿quizá reflejó cierto espíritu de época?). En aquella época la maquinaria de marketing no era tan poderosa como lo es hoy, pero de todas maneras la expectativa por ver La Guerra de las Galaxias era grande. Pero de ninguna manera tan grande como su efecto en toda una generación. Cuando entré al cine, mi mundo se reducía a unas cuantas manzanas; cuando salí, abarcaba el universo entero. Todo era posible. De alguna manera, La Guerra de las Galaxias fue una suerte de LSD primitivo, que me permitió ampliar mi conciencia a infinitas posibilidades. Nunca volví a ver las cosas del mismo modo, y creo que fue para bien.
Algo más al respecto, que me hizo ver mi amigo Héctor en un comentario que me dejó en el post ESC.15 INT. A GALAXY FAR, FAR AWAY -- DÍA: "cuando se estrenó la película (1977) no existían o no debían existir 'los rebeldes' enfrentándose a 'la república'... ver eso era revelador, ¿no?".
El tercer momento llegó un par de años después, de nuevo en forma de historieta. Me llamó la atención en un kiosco y pedí que me la compraran. Y continué haciéndolo hasta que se dejó de editar en Argentina. Hablo de Spirou Ardilla, la versión en castellano de la francesa Le Journal de Spirou, una revista de historietas que contenía, entre otras cosas, las aventuras de los célebres Spirou et Fantasio (personajes de comic francés a la altura de Tintín), las del Marsupilami, un animal inexistente e increíble, Johan y Pirluit (historieta en la cual nacieron Los Pitufos, mucho más inteligentes, irónicos y desenfadados que en su posterior versión para TV), y el genial Lucky Luke. Spirou Ardilla (en comparación con los universos melancólicos, puritanos y naif de García Ferré, Disney, Billiken), presentaba un mundo lleno de locura, de aventuras, de incorrección: nuevamente, un reino de posibilidades que le daban al mundo una luz distinta.
El cuarto momento, en las puertas de la preadolescencia, llegó de la mano de Mark Twain y "Las Aventuras de Tom Sawyer".
Tom Sawyer es un niño que está siendo criado por su tía Polly, quien, aunque lo quiere, lo somete a una disciplina que para Tom (y para cualquier niño que lea la novela) es absurda y desagradable. Tom mira el mundo de una manera muy distinta a como lo hacen los adultos con los que tiene que convivir. De la mano del rebelde Huckleberry Finn, Tom Sawyer se sumerge en aventuras que no solo son divertidas, sino que le permiten mostrar un espíritu noble y encontrar un camino distinto que transitar hacia la adultez. Recuerdo terminar el libro en un estado de excitación que nunca había experimentado. Traté de trasmitirle a mis padres lo que sentía, pero me faltaban las palabras. Sabía una cosa: el mundo real se había convertido en una aventura posible. Solo había que animarse a salir allá afuera, como Tom.
Hubo otros momentos de "iluminación", pero creo que estos cuatro fueron los más importantes en la primera década de mi vida, y sin duda están relacionados con lo que hago actualmente para vivir (en el sentido más profundo de la palabra).
No podría contar mis historias si estas otras historias no me hubieran sido reveladas primero.
Están en mi corazón mientras escribo estas lineas.
1 comentario:
¡¡Spirou Ardilla!! Hacía siglos que no me acordaba de esa revista. Es verdad que nada que ver con lo que se leía acá... hay cosas que las lees y te marcan aunque no te las acuerdes todo el tiempo...
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