Ese verano tuve mis dos primeros trabajos. Ayudar a un impresor de calcomanías con un antiquísimo sistema de cedazos con agujeros microscópicos y reglas con los bordes limados, y salir bastante drogado todas las tardes por los efluvios de la pintura. Luego, cubrir las vacaciones de un amigo en una inmobiliaria. Atención al público, bah. Un trabajo tranquilo, incluso había una pequeña radio televisor para pasar las tardes. Sentado allí, esperando que entrara alguien a sacarme del mutismo total, empecé a pergeñar mi plan para el resto de las vacaciones. Sabía que, al regreso de mi amigo, el dueño de la inmobiliaria iba a tomarse un fin de semana en Neuquén capital, a dónde tenía que llevar de vuelta a sus dos hijas. Le pregunté si podía colarme en el auto para ir con ellos a la ciudad, y me dijo que cómo no. Ya tenía un pasaje ahorrado. De Neuquén capital, el tren hasta plaza Constitución. Viaje hipereconómico.
Tenía quince años e iba a ser mi primer viaje de larga distancia solo.
Del viaje en sí, tengo algunos buenos recuerdos. La hija de mi jefe, con la que fantasee un corto romance que durara desde nuestra llegada a Neuquén hasta la salida del tren. La falta de azúcar del cafetero en el tren, que me llevó a tomar mi primer café negro, algo que se convertiría en costumbre por el resto de mi vida. Las calle de Adrogué, mi destino final, a las 6 de la mañana (el tren arribó a Plaza Constitución con 10 horas de retraso), completamente vacías y fantasmales.
Descontando que mis abuelos estaban al borde de un ataque cardíaco, todo había salido bien para ser la primera vez.
Era sábado. Tenía dos días para organizar la parte más importante de mi estadía, el verdadero motivo de mi viaje. Compré el diario, fui a la parte de espectáculos, y comencé a marcar la cartelera con círculos rojos. Tenía tres días, de lunes a miércoles. Entrada a mitad de precio.
A mis abuelos no les gustó mucho el plan cuando se los conté. Pero tenía permiso de mis padres.
El lunes a las 11:30 de la mañana estaba tomando el tren eléctrico de Adrogué a Plaza Constitución. Luego el subte hasta el Obelisco (en los días sucesivos, hice este recorrido caminando).
Y allí, el placer máximo.
Mi plan era sencillo: ver todas las películas que pudiera, films que, estaba seguro, no iban a estrenarse en San Martín de los Andes.
Era mi única oportunidad. Una sola vez al año, y apostando a que la cartelera estuviera bien nutrida.
Tenía todo cronometrado: primera función a las 13:30, a veces 12:30. Salida 14/15:30. Nueva entrada a la función de las 15:30/16:00 horas. Regreso aproximado a Adrogué a las 19:00 horas, con tiempo para la cena (mis abuelos cenaban a las 20:00 horas exactas).
Durante los siguientes tres días, realicé el mismo periplo. Dos películas por día. Seis al terminar ese semana. Al año siguiente, viajando con mis padres, aproveché los quince días de estadía para doblar la apuesta: 13 películas en seis días (la película extra fue un día en el que vi 2 durante la tarde, y una tercera con mis padres a la noche).
Aunque no recuerdo cuáles fueron las 6 películas que vi esa semana, aquél tiempo en sí permanece en mi memoria como algo mágico. Estaba por primera vez solo en Buenos Aires. Tenía la oportunidad de satisfacer mi hambre cinematográfica hasta quedar saciado. Tenía tiempo para caminar a la salida de la segunda función para meditar sobre lo que había visto, dejar que decantara en mi interior hasta tocar las fibras más profundas de mi corazón e imaginación. Llegaba a la casa de mis abuelos agotado, y así y todo me quedaba hasta tarde viendo alguna película en los canales de aire.
Estaba lleno de imágenes y mi imaginación hervía de posibilidades.
Mientras me tomo ahora otro café negro, me alegro de seguir igual.
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