Algunos años más tarde, a partir de los 16, mis viajes a Buenos Aires me iban a permitir acceder a tantas películas, que iba a tener que desdoblarme para verlas. Pero ese es material de otro post.
En aquel momento, encontré una solución que, creo, también se convirtió en parte de mis aventuras como guionista.
Ya que no podía ver las películas, comencé a imaginarlas, por decirlo de alguna forma. Las vi sin verlas, con la ayuda del papel.
No recuerdo cómo conseguí la enorme carpeta tipo bibliorato (no recuerdo haberla comprado). Lo que sí pagué fueron los blocs de hojas tamaño oficio, con dos perforaciones en el margen izquierdo, perfectas para ser colocadas en el bibliorato.
Cuando tuve estos dos elementos, solo restó esperar al primer jueves.
En aquellos años (no es que hoy haya cambiado demasiado), los diarios nacionales llegaban a San Martín cerca de las 5 de la tarde. Fue todo un día de espera hasta tener entre mis manos el ejemplar de Clarín. No recuerdo la fecha exacta, pero para situarnos mejor, podemos decir que fue un Jueves 5 de Abril de 1984.
Volví a casa con el diario y me senté con el suplemento de espectáculos. Sentí el tacto del papel prensa debajo de mi yema mojada, a medida que pasaba las hojas buscando mi objetivo, las críticas de los estrenos de la semana.
Puedo haber leído las reseñas de Asesinato en el Senado de la Nación; de Amadeus; de 2010, el año que hicimos contacto; de Broadway Danny Rose o de Cuarteles de Invierno. Cada una debe haber pasado frente a mis ojos al menos dos veces.
Cuando ya conocía las historias y había asimilado lo que el crítico tenía que decir sobre ellas, continué con el proceso de apropiación de esos films: recorté las criticas y las pegué en la primer hoja oficio, que luego arranque del bloc y puse en el bibliorato.
Las volví a mirar, deteniéndome en cualquier detalle de las fotos de la película que el artículo trajera. Luego coloqué el bibliorato en mi cuarto.
Aquellas películas ya eran mías.
Esta ceremonia continuó durante los cuatro años siguientes. Las hojas se multiplicaron, los biblioratos se sumaron, y las reseñas deben haber llegado a las 600 por lo menos.
Me convertí en un experto en datos. Sabía todo sobre directores (sobre los directores con distribución en el país al menos, como aprendí después), películas, actores, directores de fotografía; aprendí a comparar reseñas cruzadas de un mismo crítico sobre un director, con respecto a distintos estrenos.
Alimenté mi imaginación con fotos increíbles (más grandes que la vida) que me permitían representar en mi mente el aspecto de una película entera (no importaba que esa representación fuera errónea: era funcional a mi imaginación, me sirvió como combustible de la misma).
Pero, y sobre todo, me llené de historias.
Las críticas solían dedicarle un párrafo, dos cuanto mucho, al aspecto formal de la película. Otros tantos a las actuaciones. El resto, se enfocaban en la historia: qué se había propuesto contar, cómo lo había hecho, narrativamente hablando, y si el intento había sido fructífero o no.
Claro, estaba leyendo siempre una visión parcial, la de los críticos. Sin embargo, el mismo ejercicio de la lectura me permitió desarrollar mi propia visión crítica. Pude separar algunos aspectos de las reviews, entrecomillarlos, y asimilar otros que encontraba más útiles.
A partir de su entrada a Clarín como crítico, en 1986, mi primer profesor de cine y de guión fue Aníbal M. Vinelli. Sus críticas (divertidas, ilustradas, inteligentes, respetuosas y certeras), colaboraron en lo que luego sería mi sentido clásico en lo narrativo.
En algún momento de 1987, dejé de alimentar mi "cine de papel". La rutina me había agotado, o quizá aquella forma de "ver" ya no me era suficiente. Los biblioratos, sin embargo, me acompañaron durante los siguientes diez años, a lo largo de sucesivas mudanzas.
Hasta que un día sentí que era solo papel. Las imágenes se habían ido de los recortes definitivamente. Con algo de pena, me deshice de ellos.
A veces desearía no haberlo hecho. Habían perdido su magia, pero no su historia.
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