No es muy largo, así que lo reproduzco:
Los autores de TV no quieren más cuentos
Reclamarán a las productoras que se respete la ley 11.723 y así poder cobrar las ganancias de las ventas de sus historias al exterior
Por Pablo Sirvén
Parece un trabalenguas, pero es mucho peor que eso: a los que cuentan cuentos, en la televisión, les hicieron el cuento del tío, les metieron la mano en el bolsillo y les birlaron los billetes que se habían ganado en buena ley con el cuento de comprarles sus historias sólo si resignan para siempre sus legítimos derechos de propiedad intelectual.
Había una vez un país donde los libretistas de la pantalla chica eran merecidas luminarias: Abel Santa Cruz, Alberto Migré, Nené Cascallar, Celia Alcántara, Hugo Moser, Gius y siguen las firmas.
Rápido: intente ahora mentalmente armar una listita de cinco o seis nombres actuales de autores televisivos. Si no le viene ninguno a la cabeza no es que usted esté sufriendo un repentino Alzheimer o que los guionistas argentinos se hayan extinguido como los dinosaurios.
Sucede que entre la época en que los mencionados autores y otros tallaban fuerte en la pantalla chica abasteciéndola de 25 o más ficciones diarias, semanales y periódicos especiales, y ésta, en la que escasamente sobreviven en la TV seis o siete, el trabajo del libretista se precarizó por completo y escasea a más no poder.
Borrarlos, ningunearlos, reducirlos a escribas a sueldo, sin voz ni voto, al caprichoso arbitrio de sus abusivos patrones, parece ser la consigna de la hora. En los avances que hacen los canales de sus tiras y unitarios ya hace mucho que no se nombra a sus autores, como obliga la ley (sus nombres, entonces, no se convierten en marcas, hasta los periodistas nos olvidamos de ellos y se los invisibiliza para desvalorizar aún más su oficio).
Las productoras, que hoy tienen en sus manos la mayoría de los contenidos televisivos, aprovechándose del poco trabajo que hay para los guionistas -los más baratos programas de chimentos, archivos, magazines y entretenimientos han reducido a la ficción a su mínima expresión-, les imponen contratos leoninos que los obligan a ceder a perpetuidad los derechos de sus obras. Y si no se avienen a esa condición, que pase el que sigue (se calcula que hay unos 200 guionistas, así que la ansiedad por trabajar es mucho mayor que la dignidad por defender elementales derechos).
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En el recién aparecido Argentores su historia /La casa de los autores 1» época (Editorial Dunken, Buenos Aires, 2010), donde su autora, la conocida conductora radial Rafí (Rosa Angélica Fabbri), relata con lujo de detalles y valiosa documentación una muy amena historia de esa entidad y del espectáculo en la Argentina, se da abundante cuenta de que esta oprobiosa modalidad de esquilmar a los autores y enriquecerse con el trabajo de ellos no es nada nuevo.
Hace cien años, cuenta Rafí, los que se pasaban de vivos eran los hábiles empresarios teatrales que ganaban fortunas con la representación de obras a cuyos autores sólo les pagaban chirolas.
Los Podestá, fundadores del circo criollo, cuna del teatro argentino, tironearon de lo lindo en la Justicia con los herederos de Eduardo Gutiérrez, autor del consagratorio Juan Moreira , hito fundamental en la historia de la escena nacional, para apropiarse del todo de esa pieza, cuyo colosal éxito de público les producía enormes ganancias.
Cansados de que se aprovecharan de sus trabajos sin compartir sus réditos, algunos autores hacían entonces verdaderos piquetes en medio de las representaciones para interrumpirlas y concientizar a los actores y al público de esa anomalía. Pero el escándalo llegó a tener ribetes internacionales cuando para el Centenario fue invitado a Buenos Aires el gran escritor y ministro francés Georges Clemenceau y él mismo percibió que se estaba representando aquí una de sus obras sin que él hubiese prestado su consentimiento (y, por ende, tampoco iba a percibir ni un peso de la taquilla). Lo cierto es que, gracias a Clemenceau, el tema de los derechos intelectuales llegó por primera vez al Congreso, aunque habría que esperar hasta 1933 para que se sancionase la ley 11.723, que consagra la propiedad intelectual, conocida también como ley Noble (porque fue redactada por quien doce años más tarde fundaría Clarín , Roberto Noble).
Aquel primer movimiento impulsado por Clemenceau animó, hace justo un siglo, el 11 de septiembre de 1910, a que los autores, convocados por el célebre escritor Enrique García Velloso, se decidieran a dar el puntapié inicial de lo que hoy es Argentores.
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Pasaron cien años y los derechos de autor en el teatro parecen bien regulados ya que de todobordereau le corresponde el 10 por ciento (que puede llegar al 15 por ciento en musicales o revistas). Se liquida semanalmente a Argentores y esta entidad lo carga a la cuenta de quien corresponda. En el cine, se fija un cachet para el libreto original y luego, de cada entrada vendida, el 1,18 por ciento de su valor es para el autor. En la TV, suelen pagarles a los guionistas unos 1800 dólares por cada capítulo de tira y unos 2200 en el caso de los unitarios.
Pero siguiendo y perfeccionando un viejo invento de Alejandro Romay ("idea de"), ahora los productores exigen reconocimiento como coautores, luego eyectan a los verdaderos creadores de las historias cuando salen a vender el programa al exterior y todo lo que ganan lo embolsan íntegramente.
Los guionistas más connotados, cansados de estos abusos, ya no trabajan para el mercado local y los que lo siguen haciendo se avienen a firmar la cesión lisa y llana de sus derechos de por vida por miedo a quedarse sin trabajo y a otras represalias.
El libretista de TV en un principio trabajaba en soledad; en los años 90 la dupla Sergio Vainman-Jorge Maestro, al tener varios programas a cargo al mismo tiempo, comenzaron a imponer la costumbre de trabajar con equipos de colaboradores. Las productoras pretenden convertir sus programas de ficción en "formatos" y absorber el trabajo de los libretistas como un ingrediente más de su producción, cuando, sin historia desarrollada capítulo tras capítulo, todo lo demás no tiene razón de ser.
La bronca acumulada es mucha y los autores se están organizando para reclamar lo que consideran que es legítimamente suyo.
Como complemento, copio también algunos párrafos de una nota publicada por Ana Useros en la revista española Minerva. No se trata de algo coyuntural, sino un artículo de fondo. Lo que hace las cosas aun peores.
El escalón más bajo
Por Ana Useros
Traslademos a los personajes a «ese sitio donde todo el mundo lleva pieles y siempre hace calor». La diva sigue siendo la diva, acosada por admiradoras sospechosas; el director es un director, un genio que, sin embargo, se sorprende al ser reconocido por una profana; el productor, agobiado y pesetero, sería un poco menos pesetero y menos agobiado; no sería difícil trocar al crítico exquisito pero esencialmente cotilla por una poderosa cronista de sociedad; pero, ¿y el autor teatral (y su esposa)? Obviamente, sería el guionista… Pero no. No encaja. Los guionistas en Hollywood no son nada, no merece la pena cortejarlos ni seducirlos, mucho menos a sus mujeres. La única posibilidad de que un guionista sea un personaje con peso es travestirlo en dramaturgo.
No merece la pena seducir a un guionista ni a su mujer…, excepto si lo exige el guión. En otra de las películas con personaje (secundario) guionista de la época, Cautivos del mal (The Bad and the Beautiful, Vincente Minnelli, 1952), en la que también se hace un repaso de las facetas creativas del proceso de elaboración de una película, el conflicto con el productor, el director y la actriz se centra en quién es el autor, quién tiene el talento. El conflicto con el guionista, en cambio, se centra en que, para que pueda producir en paz, buscan a un galán que seduzca a su mujer.
Porque el guionista es un negro, y el anonimato es su cara y su cruz. Escribe palabras que otros pronuncian, inventa situaciones que otros traducen en imágenes, está a mano para proporcionar una secuencia de más y si otra se suprime no se considera necesario advertirle. Las películas se escriben a dos, cuatro, veinte manos. Guiones ya terminados acaban en manos de otros escritores que los reescriben de arriba a abajo. Existe una lucrativa y selecta profesión llamada script doctor, que se encarga de «mejorar» y «curar» guiones de forma anónima. Y el producto, el guión, se archiva una vez terminada la película, junto a las facturas de maquillaje y las entradas de material. Es algo relativamente reciente que el guión se considere material literario publicable. No es de extrañar (Billy Wilder es quizá el caso más famoso) que algunos guionistas, hartos de que se manipule su «obra», se pasen a la dirección.
Todo parece cruz, pero hay también una cara. Mientras muchos (entre ellos Dalton Trumbo, cuya trayectoria es ejemplar en más de un sentido) peleaban, no por la fama, pero sí por el control sobre su trabajo, otros acudían a esa fábrica buscando justamente ese anonimato: dramaturgos, escritores, poetas, periodistas. Es difícil encontrar nombres de la literatura estadounidense del siglo XX que no hayan pasado por Hollywood con mayor o menor fortuna. Querían ser negros. Iban porque se cobraba bien y porque, en último término, a efectos de su obra, lo que hicieran allí no tenía la menor importancia. Porque escribir para el cine no era nada serio. Incluso para Trumbo su verdadera obra era la novelística. Los dos casos extremos son quizá William Faulkner y Scott Fitzgerald. Faulkner pasaba de vez en cuando por allí, aportaba un argumento, escribía unas secuencias y volvía feliz a su hogar. El drama de un Scott Fitzgerald desorientado y sin recursos fue probablemente que lo quiso todo, la integridad y el dinero, por lo que sufría con cada línea que veía desaparecer, con cada encargo modificado. Mankiewicz, productor de la MGM en los años en los que Fitzgerald trabajaba allí, compartía con los intelectuales la idea de que el cine era espectáculo y el teatro, arte (otra de las razones por las que Eva al desnudo está ambientada en el teatro). De ahí su curiosa mala conciencia. «Si paso a la historia de la literatura», decía, «será en una nota a pie de página como el canalla que reescribió a Scott Fitzgerald».
Una de las formas de medir la popularidad de un oficio es contar cuántas películas se han hecho sobre él. Por supuesto, un criterio por el que ser arqueólogo parece ser más popular que modelo masculino no parece muy fiable, pero eso es por culpa de las momias y de la buena planta de los arqueólogos… En este campo, los actores, las actrices sobre todo, se llevan la palma: debutantes con o sin suerte, divas con corazón de oro...; también hay algo sobre directores, la mayoría en decadencia a resultas del abuso de alcohol, pero nada sobre guionistas. Hasta que en 1950 se estrena In a Lonely Place. Dixon Steele (Humphrey Bogart) es un guionista acusado de asesinato. Una película de cine negro con un protagonista imprevisible, peligroso, un escritor al que le ciega la ira y golpea antes de preguntar. Un tipo que resulta que no ha matado a nadie, pero que podría. Un tema coherente con la obra de Nicholas Ray –preocupado siempre por cómo domar los demonios internos, por cómo poder comunicarse de verdad sin dañarse demasiado–, pero también la mejor descripción del cambio que en unos pocos años se había producido en la ciudad del glamour y las pieles.
En todos lados, en todas las épocas, las cosas tienden a estar de cabeza para los autores. Será cuestión de enderezarlas... a como de lugar.
En todos lados, en todas las épocas, las cosas tienden a estar de cabeza para los autores. Será cuestión de .
En todos lados, en todas las épocas, las cosas tienden a estar de cabeza para los autores. Será cuestión de .
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